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aquellas hojas de Marruecos se retiraban todas dentadas. Las escopetas, en cambio,
tronaban y humeaban y después nada más. También algunos de los piratas (oficiales, se
ve) tenían fusiles muy bonitos en apariencia, todos damascados; pero en la gruta los
pedernales habían cogido humedad y no salía el tiro. Los carboneros más despabilados
trataban de aturdir a los oficiales piratas con golpes de pala en la cabeza para quitarles
sus fusiles. Pero con aquellos turbantes, a los berberiscos cada golpe les llegaba
amortiguado como a través de un cojín; era mejor dar rodillazos en el estómago, porque
llevaban desnudo el ombligo.
En vista de que lo único que no faltaba eran piedras, los carboneros empezaron a tirar
pedradas. Los moros, entonces, a pedradas también. Con las piedras, finalmente, la
batalla tomó un aspecto más ordenado, pero como los carboneros tendían a entrar en la
gruta, cada vez más atraídos por el olor de bacalao que emanaba de ella, y los
berberiscos tendían a escapar hacia la chalupa que había quedado en la orilla, entre las
dos partes faltaban grandes razones para enfrentarse.
En cierto momento, por parte bergamasca se produjo un asalto que les abrió la entrada
de la gruta. Por parte mahometana aún resistían bajo una granizada de pedradas, cuando
vieron que el camino hacia el mar estaba libre. ¿Para qué resistían, pues? Mejor izar la
vela e irse.
Alcanzada la navecilla, tres piratas, todos nobles oficiales, soltaron la vela. Con un salto
desde un pino próximo a la orilla, Cósimo se lanzó al mástil, se agarró al durmiente de la
verga, y allí arriba, sujetándose con las rodillas desenvainó la espada. Los tres piratas
alzaron las cimitarras. Mi hermano, con sablazos a diestra y siniestra, los tenía en jaque a
los tres. La barca, todavía atracada, se inclinaba ora a un lado ora a otro. Salió la luna en
ese momento y relampaguearon la espada dada por el barón a su hijo y las hojas
mahometanas. Mi hermano se deslizó por el palo y hundió la espada en el pecho de un
pirata que cayó por la borda. Rápido como una lagartija, volvió a subir defendiéndose con
dos quites de los sablazos de los otros, luego volvió a dejarse caer y traspasó al segundo,
subió de nuevo, tuvo una breve escaramuza con el tercero y con otro de sus
deslizamientos lo atravesó.
Los tres oficiales mahometanos estaban tendidos medio en el agua medio fuera con la
barba llena de algas. Los otros piratas, en la entrada de la gruta, estaban desfallecidos
por las pedradas y golpes de pala. Cósimo, todavía encaramado al árbol de la barca,
miraba triunfante alrededor, cuando de la gruta salió disparado, furioso como un gato con
fuego en la cola, el caballero abogado, que había estado escondido allí hasta entonces.
Corrió por la playa con la cabeza gacha, dio un empujón a la barca separándola de la
orilla, saltó a ella y agarrando los remos se puso a moverlos con todas sus fuerzas,
bogando mar adentro.
- ¡Caballero! ¿Qué hacéis? ¿Estáis loco? - decía Cósimo agarrado a la verga -. ¡Volved
a la orilla! ¿Adónde vamos?
Pero nada. Estaba claro que Enea Silvio Carrega quería llegar hasta las naves piratas
para ponerse a salvo. Ahora su felonía estaba irremediablemente descubierta y si se
quedaba en la orilla acabaría sin duda en el patíbulo. De modo que remaba y remaba, y
Cósimo, aunque todavía se hallaba con la espada desenvainada en la mano y el viejo
estaba desarmado y era débil, no sabía qué hacer. En el fondo, ser violento con su tío le
disgustaba, y además para alcanzarlo habría tenido que bajar del palo, y la pregunta de si
bajar a una barca equivalía a bajar al suelo o de si ya no había derogado sus leyes
interiores al saltar de un árbol con raíces a un árbol de nave, era demasiado complicada
para formulársela en ese momento. O sea que no hacía nada; se había acomodado en la
verga, una pierna a un lado y otra al otro del palo, y se alejaba sobre las olas, mientras un
leve viento henchía la vela, y el viejo no dejaba de remar.
Oyó un ladrido. Tuvo un estremecimiento de gozo. El perro Óptimo Máximo, al que
durante la batalla había perdido de vista, estaba allí acurrucado en el fondo de la barca, y
meneaba el rabo como si nada ocurriese. Luego, pues, reflexionó Cósimo, no había por
qué desanimarse tanto: estaba en familia, con su tío, con su perro, iba en barca, lo que
después de tantos años de vida arbórea era una distracción placentera.
Había luna en el mar. El viejo estaba ya cansado. Remaba con dificultad, y lloraba, y
empezó a decir:
- Ah, Zaira... Ah, Alá, Alá, Zaira... Ah, Zaira, inshallah... - o sea que, inexplicablemente,
hablaba en turco, y repetía y repetía entre sollozos este nombre de mujer, que Cósimo
nunca había oído.
- ¿Qué decís, caballero? ¿Qué os pasa? ¿Adónde vamos? - preguntaba.
- Zaira... Ah, Zaira... Alá, Alá - se quejaba el viejo.
- ¿Quién es Zaira, caballero? ¿Os creéis que vais junto a Zaira por aquí?
Y Enea Silvio Carrega decía que sí con la cabeza, y hablaba turco entre lágrimas, y le
gritaba a la luna ese nombre.
Sobre esta Zaira, la mente de Cósimo empezó enseguida a cavilar. Quizá estaba a
punto de desvelársele el secreto más profundo de aquel hombre esquivo y misterioso. Si
el caballero, al dirigirse a la nave pirata, pretendía alcanzar a esta Zaira, debía pues
tratarse de una mujer que estaba allá, en aquellos países otomanos. Quizá toda su vida
había estado dominada por la nostalgia de esta mujer, quizá era ella la imagen de
felicidad perdida que él perseguía criando abejas o proyectando canales. Quizá era una
amante, una esposa que había tenido allá abajo, en los jardines de aquellos países de
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Daj mi właściwe słowo i odpowiedni akcent, a poruszę świat. Joseph Conrad
I brak precedensu jest precedensem. Stanisław Jerzy Lec (pierw. de Tusch - Letz, 1909-1966)
Ex ante - z przed; zanim; oparte na wcześniejszych założeniach.